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niéndose ante la escalera que conducía al parque, se pasó la mano por la cara y los dedos por los ojos, como si se limpiara el polvo. Le daba vergüenza haberse dejado llevar del entusiasmo, y no tardó en suceder a la vergüenza cierta irritación contra la muchacha. Se decía que toda aquella escena no había sido sino un asalto cosaco, para conquistar un novio, y quería demostrarle que le era del todo indiferente su belleza provocativa.

—Dormiré aquí, y me quedaré mañana todo el día le dijo la muchacha a Isabel Sergueievna.

—¿Y tu padre?—preguntó la otra con asombro.

—Ahora tenemos en casa a la tía Luchitsky y le cuida ella... Ya sabes que papá la quiere mucho...

—Perdóneme usted—dijo secamente Hipólito Sergueievich. Estoy muy cansado y voy a descansar un poco.

Saludó y salió.

Debía usted haberlo hecho hace rato!—oyó, al irse, aprobar a Varenka.

Aunque en tal exclamación sólo había buena voluntad, él la reputó hipócrita y falsa.

Le habían destinado la habitación que servía de despacho al difunto marido de su hermana. En medio, ante un sillón de roble, había un pesado y vulgar escritorio. Ocupaba casi por entero la longitud de una pared un ancho sofá turco, y se adosaban a la otra un harmonio y dos armarios librerías. Algunas butacas tapizadas, una mesita de fumar, junto al sofá, y otra, de ajedrez, comple-