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su lado su propia silueta. Ambos se paseaban silenciosos, a lo lejos. Ella se apretaba contra él, y él sentía el calor de su cuerpo.

¡Buenas tardes!—dijo de pronto una voz llena y sonora.

El catedrático se levantó presuroso y miró alrededor, un poco confuso.

Ante él se encontraba una muchacha de mediana estatura, vestida de gris y tocada con algo blanco y transparente, como el velo de una novia. Esto fué lo único que vió en el primer momento.

Ella le tendió la mano.

—Hipólito Sergueievich, ¿no?—preguntó. Yo soy Olesova.... Sabía que usted llegaba hoy, y he venido para ver cómo es usted. No he visto nunca sabios... y no me figuraba que pudieran ser así.

La mano de Hipólito Sergueievich era fuertemente apretada por una manecita sólida y caliente. Un tanto confuso ante aquel ataque brusco e inesperado, saludaba en silencio, curioso contra sí mismo por su confusión. Estaba seguro de que, al poner en ella los ojos, vería pintada en su semblante una coquetería vulgar. Pero la miró, y vió unos ojos grandes y obscuros que, sonriéndole con sencillez y con afecto, iluminaban su lindo rostro. Recordó haber visto un rostro parecido, noble, de una sana belleza, en un viejo cuadro italiano: la misma boquita, de apetitosos labios; la misma frente, comba y ancha; los mismos desmesurados ojos.