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Eso debe ser muy difícil. Juzgarse, criticarse, etc... No sé cómo puedo hacer eso, siendo una sola persona y no pudiendo partirme en dos. Además, se diría, oyéndole a usted, que usted sólo conoce la verdad... Ya sé que todos creen lo mismo, y yo también... Eso prueba que todos se engañan, ya que usted mismo dice que la verdad es una para todos... ¡Mire usted qué prado más bonito!

Hipólito Sergueievich miró sin contestar a aquellas palabras. Sentía cierto descontento. Estaba acostumbrado a considerar unos estúpidos a quienes no se hallaban de acuerdo con él. Por lo menos, los consideraba incapaces de discernir sensatamente y le inspiraban una mezcla de desprecio y piedad. Pero aquella muchacha no le parecía tonta y no le inspiraba el mismo sentimiento que sus demás contradictores. "Probablemente—se decía, tratando de explicarse el fenómeno—eso obedecerá a que es muy guapa. Por otra parte, sus discursos extraños tienen cierta originalidad, y la orignalidad es tan rara, sobre todo entre las mujeres"...

Como hombre de alta cultura, procuraba tratar a las mujeres como iguales al hombre; pero en el fondo de su alma tenía de ellas un concepto escéptico e irónico.

Caminaban por un ancho prado casi completamente circular. El camino lo atravesaba y desaparecía en el bosque. Se alzaban en medio unos cuantos castaños, jóvenes y esbeltos, que proyecta-