Quedó una luz más ténue, pero clara, y sin el menor amago de sombra.
Entónces ámbos esposos, enlazadas las manos, cayeron en ese éxtasis del amor feliz, en esa contemplación mutua, en que las palabras son monosílabas y las miradas poemas.
Poco á poco cesó el silencio y comenzó el cuchicheo.
Recordaron sus amores. Miguel habló de aquel terrible instante en que en el Retiro de Madrid tomó á María en sus brazos; trató de expresar el estremecimiento contagioso que entónces serpeó por todo su ser, haciéndole adivinar que se habia fijado para siempre su amoroso destino. María, bajando los ojos, dijo que ella tambien sintió aquella predestinación el dia en que leyó el título de la obra olvidada por Miguel y recogida por su aya. Convinieron ámbos en que habian estado algo tímidos y algo locos, y en que no querían curarse de aquella demencia.
Una exclamación de Miguel interrumpió su amoroso coloquio. Al ver aparecer un vivo resplandor en la zona oriental, dijo admirado:
— ¿Qué es eso, una aurora boreal?
— No, —contestó María,— es la luz que precede á la aparición del sol.
— ¡Imposible, pues si acaba de ponerse!
— ¡Mira! —repuso aquella señalando al horizonte.
En efecto, el magnífico planeta apareció rodeado de un halo esplendoroso, lleno de prismáticos colores, y trazando espirales prolongadas encima del horizonte: las aves acuáticas, invisibles durante un rato, volvieron á levantarse de entre la espumosa cinta del Neva, y el ruido lejano de las nieves derretidas por la acción del sol, adquirió más intensidad.
— ¡Ah! —exclamó Miguel en el colmo del asombro.— ¡Esto es un dia eterno!
— Sí, Miguel mio, —contestó la enamorada esposa, mirándole con ternura.— ¡Eterno como nuestro amor!