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Por lo regular, primeramente daba grandes paseos por la parte alta, hacia el sitio llamado vulgarmente baño de la elefanta hasta que el calor y el cansancio la obligaban á buscar un lugar más sombrío.

Descubrió uno muy á propósito. Es una larga calle de árboles paralela al parterre, hacia el lado de Atocha, y casi siempre solitaria. Hay allí algunos asientos de piedra, situados en hilera y bastante distántes entre si. La Princesa se sentaba en uno de ellos y leia á Alfonso Kar, su autor predilecto, interrumpiendo á veces su lectura para dar alguna carrera á lo largo de la calle en compañía de Coraly.

Entre tanto la anciana aya, calados los anteojos, se ocupaba tranquilamente en alguna labor de mano.


IV.

Una mañana aquel sitio no estaba completamente desierto: habia en él un jóven que, sentado en uno de los bancos de piedra, leia.

Representaba de veinte á veinticinco años de edad. Era esbelto, de mediana estatura, de rostro trigueño, agraciado é inteligente. Sus grandes ojos negros, muy separados entre sí, le daban un aspecto noble y bondadoso, y su negra y fina patilla, así como también sus ricos cabellos, contrastaban con la imberbe juventud de su bigote.

Tenia el empate de una persona que ha venido á ménos. Su traje conservaba restos de elegancia; pero su sombrero comenzaba á arruinarse, y sobre el cuello de su levita hubiérase podido hallar las huellas del álcali volátil. Llevaba una camisa de irreprochable blancura, y las manos esmeradamente cuidadas.

Como es natural, la Princesa, al llegar á su sitio predilecto, reparó en el jóven, y éste no pudo menos de mirar con alguna frecuencia á la Princesa, aunque con la discreción conveniente.

Pasado este primero y rápido movimiento de curiosidad, uno y otro se entregaron á la lectura.

En los días siguientes se repitió esta escena. Cuando la Princesa llegaba á la calle de árboles, ya estaba allí el jóven, sentado siempre en el mismo banco y al parecer siempre leyendo. Alguna vez, sin embargo, interrumpía su lectura y parecía distraerse con las