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simpatía y pude apreciar la exquisita urbanidad de su trato, lo cual no excluye en él cierta orgullosa reserva.

Como mis fines eran buenos, asi como también el móvil que me guiaba, no os ocultaré que puse en juego cuantos honestos medios me sugeria mi imaginación para demostrar á mi jóven maestro el interés que me inspiraba, y hasta me valí de su criado á fin de hacerle comprender mis intenciones, encaminadas á darle mi mano y una mediana fortuna honrosamente ganada. Mas ¡ay! todo fué en vano: M. Miguel continuó en su fria reserva, incomprensible entónces para mi, porque al cabo algunos me hallan linda, y no siempre un pobre extranjero encuentra proporciones por el estilo. Yo sabia por su criado que era soltero, huérfano, y enteramente dueño de sus acciones; pero éste no pudo ó no quiso decirme lo que desgraciadamente he sabido, ó por lo menos sospechado después.

— ¿Habéis sabido, pues, algo referente á ese jóven? —preguntó la Princesa.

— ¡Ah! si, señora Princesa. Ya veréis, —prosiguió la modista:— una fatal casualidad me ha hecho comprender su indiferencia hacia mi. M. Miguel se retiraba tarde algunas noches. Según me dijo, iba á la ópera con alguna frecuencia, y he hecho la observación, que al dia siguiente al que asistía al teatro estaba aún mas preocupado que de costumbre; porque se me ha olvidado deciros que siempre está triste y como ensimismado en una idea que á mí ya no se me oculta.

El corazón de la Princesa latia violentamente.

— Una noche, —continuó Madlle. Guené,— cuando iba á acostarme, sentí el ruido de un carruaje que se detuvo á la puerta de casa, lo cual me causó alguna sorpresa, porque M. Miguel siempre venía á pié. Llamaron á la puerta, y juzgad de mi doloroso asombro, cuando, atraída por un ruido de voces inusitado, vi aparecer á mi huésped sostenido en brazos de dos caballeros, pálido como un muerto y al parecer exánime. Dí un grito y acudí al mismo tiempo que su criado que bajaba á alumbrarle, y me desmayé porque en la camisa de M. Miguel vi manchas de sangre.

— ¿Estaba herido? —interrumpió la Princesa.

— Si, señora Princesa, herido según parece en un duelo, cuya causa aún no he podido saber. Cuando volví en mí, corrí al cuarto de mi huésped y le hallé en la cama y á su lado un cirujano, que concluía de vendarle una herida que tiene en el costado derecho.