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mensurables, haciendo llegar hasta nuestros oídos el ruido sordo del rayo.

Las tropillas se habían agrupado, daban las ancas al viento y permanecían inmóviles.

Cada cual se había acurrucado lo mejor posible, y con maña procuraba mojarse lo menos posible. No teníamos siquiera dónde hacer espalda, ni era posible conversar, porque el ruido de la lluvia, que caía á torrentes, ahogaba las palabras que salían de debajo de los ponchos ó capotes con que estábamos cubiertos hasta la cabeza.

Durante dos horas llovió sin cesar, cayendo el agua á plomo.

Cuando las intermitencias del aguacero lo permitían, yo cambiaba algunas palabras con Camilo Arias, que estaba casi pegado á mi lado.

En una de esas pláticas diluvianas, le dije así:

—Puede ser que los indios me maten, es difícil; pero no lo es que quieran retenerme, con la ilusión de un gran rescate. En este caso, es preciso que el General Arredondo lo sepa sin demora. Prevén á los muchachos—eran éstos cinco hombres especiales,—mis baqueanos de confianza.

Será señal de que ando mal, que no tenga en el cuello este pañuelo.

Era un pañuelo de seda de la India, colorado, que siempre uso en el campo debajo del sombrero por el sol y la tierra.

Puede, sin embargo suceder, que tenga que regalar el pañuelo. En este caso la señal será que me vean con la pera trenzada.

No comuniques esto más que á los muchachos. Y cuando lleguemos á las tolderías no te acerques á hablar conmigo jamás. Sírvete de un intermediario.