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me levantando poco á poco de la silla y como queriendo retroceder.

—Ché, V. E., hacé vos el favor,—volvió á oirse.

El General Gelly se puso de pie, y dirigiéndose á la voz que venía de la puerta, contestó:

—¿Qué quieres?

Yo sentí un sudor frío por mi frente, y llevando mi mano á ella y como queriendo condensar todas mis ideas y recuerdos ó hacerlos converger á un solo foco, miré al General y exclamé con pavor:

—El cabo Gómez.

Efectivamente, el cabo Gómez estaba ahí, en la puerta del rancho del General, con el mismo rostro que tenía la noche que le vi por última vez.

Sólo su traje había variado. No revestía ya el uniforme militar, sino un traje talar negro.

Mis ojos estuvieron fijos en él un instante, que me pareció una eternidad.

El General Gelly volvió á repetir:

—¿Vamos, qué quieres?—Y dirigiéndose á mí:—¿Está usted enfermo?

La aparición contestó:

—Quiero que me dejes velar la crucecita de mi hermano.

—¿La crucecita de tu hermano?—repuso el General con aire de no entender bien.

—Sí, pues, Manuel Gómez, que ya murió...

Y esto diciendo, echó á llorar, enjugando sus lágrimas con la punta del pañuelo negro que cubría sus hombros.

Mientras se cambiaron esas palabras, yo volví en mí.

—¿Y dónde está la crucecita de tu hermano?—dijo el General.

—En el cementerio de la Legión Paraguaya.

Entonces, tomando yo la palabra, como aquella des-