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des,—dirigiéndole la palabra desde el dintel de la puerta.

Yo seguía pensando...

En el instante en que mi pensamiento se perdía, qué sé yo en qué nebulosa, un eco del otro mundo con tonada correntina, resonó en mis oídos.

—Aquí te vengo á ver V. E. para que...

Mi sangre se heló, mi respiración se interrumpió... quise dar vuelta, ¡imposible!

—Estoy ocupado—murmuró el General, y el ruido del rasguear de su pluma que no se interrumpió, produjo en mi cabeza un efecto nervioso semejante al que produce el rechinar estridoroso de los dientes de un moribundo.

—Haceme, ché, V. E., el favor...

—Estoy ocupado,—repitió el General.

Yo sentí algo como cuando en sueños se nos figura que una fuerza invisible nos eleva de los cabellos hasta las alturas en que se ciernen las águilas.

Debía estar pálido, como la cera más blanca.

El General Gelly fijó casualmente su mirada en mí, y al ver la emoción angustiosa de que era presa, preguntóme con inquietud:

—¿Qué tiene usted?

No contesté... Pero oí... El vértigo iba pasando ya.

El General estaba confuso. Yo debía parecer muerto y no enfermo.

—¡Mansilla!—dijo.

—General—repuse, y haciendo un esfuerzo supremo, di vuelta la cabeza y miré á la puerta.

Si hubiese sido mujer, habría lanzado un grito y me hubiera desmayado.

Mis labios callaron; pero como suspendido por un resorte, y á la manera de esos maniquíes mortuorios que se levantan en las tablas de la escena teatral, fui-