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Simbad, el corresponsal del Standard, á la sazón en el teatro de la guerra, era vecino de la Esquina y mi antiguo amigo.

Debo á él la iniciación en un mundo nuevo, la lectura del Cosmos, ese monumento imperecedero de la sapiencia del siglo XIX.

De Simbad iba á valerme para remitir á su destino la pequeña herencia.

Habrían pasado cincuenta y dos horas desde el instante en que el cabo Gómez, según dejo relatado, recibió en su pecho intrépido las balas de sus propios compañeros en cumplimiento de una orden y del más terrible de los deberes.

Yo había ido de mi reducto, según costumbre que tenía, al alojamiento del jefe de Estado Mayor.

Tenía éste dos puertas. Una que daba al Naciente y otra al Poniente. La última estaba abierta. El General Gelly escribía con una pausa metódica, que le es peculiar, en una mesita, cuya colocación variaba según las horas y la puerta por donde entraba el sol. Esta vez se hallaba colocada cerca de la puerta abierta. Yo estaba sentado en una silla de baqueta paraguaya, dándole la espalda.

¿En qué pensaba?

Probablemente, Santiago amigo, en lo mismo que aquel tipo de comedia de San Luis, que te ponderaba un día las delicias de su Estancia.

—Aquí me lo paso, te decía cierta hermosa tarde de primavera desde el corredor, que dominaba una vasta campiña, pensando... pensando...

Y tú, interrumpiéndole, con tu sorna característica,—en qué... en qué...

Y el pobre hombre contestaba: en nada... en nada...

El General era distraído de su escritura á cada paso, por oficiales que se presentaban con distintas solicitu-