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La orden, que yo presidiera la ejecución.

No lo hice porque no podía hacerlo. Estaba enfermo.

Mi segundo salió con el batallón y mandó el cuadro.

Yo me quedé en mi carreta. La caja batía marcha lúgubremente.

Yo me tapé los oídos con entrambas manos.

No quería oir la fatídica detonación.

Después me refirieron cómo murió Gómez.

Desfiló marcialmente por delante del batallón, repitiendo el rezo del sacerdote.

Se arrodilló delante de la bandera, que no flameaba sin duda de tristeza.

Le leyeron la sentencia, y dirigiéndose con aire sombrío á sus camaradas, dijo con voz firme, cuyo eco repercutió con amargura:

—¡Compañeros: así paga la Patria á los que saben morir por ella!

Textuales palabras, oídas por infinitos testigos que no me desmentirán.

Quisieron vendarle los ojos y no quiso.

Se hincó... Un resplandor brilló... los fusiles que apuntaron... oyóse un solo estampido... Gómez había pasado al otro mundo.

El batallón volvió á sus cuadras y los demás piquetes del Ejército á las suyas, impresionados con el terrible ejemplo, pero llorando todos al cabo Gómez.

Á los pocos días yo tuve una aparición... Decididamente hay vidas inmortales.