Al oir aquel mi Comandante, me pareció escuchar este reproche amargo: Usted me deja fusilar.
—He hecho todo lo posible por salvarte, hijo.
—Ya lo sé, mi Comandante—repuso, y sus ojos se arrasaron en lágrimas, y los míos también, abrazándonos.
Dominando mi emoción, le pregunté:
—¿Cómo hiciste eso?
—Borracho, mi Comandante.
—¿Y cómo me lo negaste el primer día?
—Usted me preguntó por un vivandero, y yo creía haber muerto al alférez Guevara.
—¿Ésa fué tu intención?
—Sí, mi Comandante, me había dado un bofetón el día del asalto de Curupaití, sin razón alguna.
—¿Y qué has confesado en el Consejo?
—Mi Comandante, no lo sé. Yo he creído que el muerto era el Alférez. Me han preguntado tantas cosas que me he perdido.
Salí de allí.
Hablé con el padre, y le rogué le preguntara á Gómez qué quería.
Contestó que nada.
Le hice preguntar si no tenía nada que encargarme, que con mucho gusto lo haría.
Contestó que cuando viniese el Comisario le recogiese sus sueldos; que le pagase un peso que le debía al sargento 1.º de su compañía y que el resto se lo mandara á su hermana que vivía en la Esquina, villorrio de Corrientes rayano de Entre Ríos.
Pasó la noche tristemente y con lentitud.
El día amaneció hermoso, el batallón sombrío.
Nadie hablaba. Todos se aprestaban en sepulcral silencio para las ocho.
Era la hora funesta y fatal.