Los preparativos consistieron en ponerle en capilla y en hacer llamar al confesor.
Todos habían acusado á Gómez y todos sentían su muerte.
El cabo oyó leer su sentencia sin pestañear, cayendo después en una especie de letargo. Yo me acerqué varias veces á la carpa en que se le había confinado, hablé en voz alta con el centinela y no conseguí que levantara la cabeza.
El confesor llegó; era el padre Lima.
Gómez era cristiano y le recibió con esa resignación consoladora, que en la hora angustiosa de la muerte da valor.
El padre estuvo un largo rato con el reo, y dejándole otro solo, como para que replegase su alma sobre sí misma, vino donde yo estaba encantado de la grandeza de aquel humilde soldado.
Quise preguntarle si le había confesado algo del crimen que se le imputaba, y me detuve ante esa interrogación tremenda, por un movimiento propio y una admonición discreta del sacerdote, que sin duda conoció mi intención y me dijo: «queda preparándose».
Yo pasé la noche en vela junto con el padre. Él por sus deberes, y yo por mi dolor, que era intenso, verdadero, imponderable, no podíamos dormir.
Quería y no quería hablar por última vez con el cabo.
Me decidí á hacerlo.
¡Pobre Gómez! Cuando me vió entrar agachándome en la carpa, intentó incorporarse y saludarme militarmente. Era imposible por la estrechez.
—No te muevas, hijo,—le dije.
Permaneció inmóvil.
—Mi Comandante—murmuró.