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Yo era el único que no tenía opinión fija.

Parecíame á veces que Gómez era el asesino, otras dudaba, y lo único que sabía positivamente era que no omitiría esfuerzo por salvarle la vida.

Á fin de no perder tiempo, asistí como espectador al juicio, mas viendo que el ánimo de algunos era contrario á mi ahijado, me disgusté sobremanera y me volví á mi campo sumamente contrariado.

Se leyó la causa, y cuando llegó el momento de votar, el Consejo se encontró atado. En conciencia, ninguno de los vocales se atrevía á fallar condenando ó absolviendo.

Entonces, guiado el Consejo por un sentimiento de rectitud y de justicia, hizo una cosa indebida.

Remitieron los autos y resolvieron esperar. Y volviendo éstos sin tardanza, el Consejo Ordinario se convirtió en Consejo de Guerra verbal, teniendo el acusado que contestar á una porción de preguntas sugestivas, cuyo resultado fué la condenación del cabo.

Los que presenciaron el interrogatorio me dijeron que el valiente de Curupaití no desmintió un minuto siquiera su serenidad, que á todas las preguntas contestó con aplomo.

Antes de que el cabo estuviera de regreso del Consejo, ya sabía yo cuál había sido su suerte en él.

Púseme en movimiento, pero fué en vano. Nada conseguí. El superior firmó la sentencia del Consejo y al día siguiente, en la Orden General del Ejército, salió la orden terrible mandando que Gómez fuera pasado por las armas al frente de su batallón, con todas las formalidades de estilo.

No había que discutir ni que pensar en otra cosa, sino en los últimos momentos de aquel valiente infortunado.

¡La clemencia es caprichosa!