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más á medida que tomaba nuevas declaraciones; lo que sobre todo acabó de hacerle perder su latín, fué la declaración de Gómez,—que negó rotundamente haber asesinado á nadie.

Unas cuantas manchas de sangre que tenía en la manga de la camisa, cerca del puño, dijo que debían ser de la carneada.

Efectivamente, esa mañana había estado en el matadero del ejército, con un pelotón de su compañía que salió de fajina.

Y para mayor confusión, resulta que se había dado un pequeño tajo en el pulgar de la mano izquierda, con el cuchillo de otro soldado.

No obstante, la conciencia del batallón—sin que nadie hubiese afirmado terminantemente cosa alguna contra Gómez,—seguía siendo la conciencia del primer momento; Gómez es el asesino.

Al fin, acabó por haber dos partidos—uno de los oficiales y de los soldados más letrados,—otro de los menos avisados, que era el partido de la gran mayoría.

La minoría sostenía que Gómez no era el asesino del vivandero, y hasta llegó á susurrarse que éste y el alférez Guevara habían tenido una disputa muy acalorada, insinuando otros con malicia que Guevara le había dado mucho dinero.

Álvarez estaba desesperado de tanta versión y opinión contradictoria, y sobre todo, lo que más le trabucaba era la opinión mía, favorable en todas las emergencias que sobrevenían á la causa de Gómez.

Los oficiales más diablos le tenían aterrado, zumbándole al oído que sería severamente castigado si nada probaba, y con mucha más razón si sin pruebas ponía una vista contra Gómez.

El pobre Alférez iba y venía en busca de mi inspiración, y salía siempre cabizbajo con esta reflexión mía: