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Por su parte, Álvarez se puso en el acto en juego, no habiéndoselas visto jamás más gordas.

Empezó por el reconocimiento médico del cadáver, registro, etc., y luego que se llenaron las primeras formalidades, vino á mí para hacerme saber que en los bolsillos del muerto se había hallado algún dinero, creo que sesenta pesos, y consultarme qué haría con ellos.

Díjele lo que debía hacer, y así como quien no quiere la cosa, agregué: ¿No le decía á usted que Gómez no podía ser el asesino? Se habría robado el dinero.

Esta vulgaridad surtió todo el efecto deseado, porque Álvarez me contestó: Eso es lo que yo digo, aquí hay algo.

Más tarde volvió á decirme que se había encontrado un cuchillo ensangrentado cerca del lugar del crimen; pero que habiendo muchos iguales no se podía saber si era el del cabo Gómez ó no; que después lo sabría y me lo diría, porque era claro que si Gómez tenía el suyo, el asesino no podía ser él.

Aunque era cierto que la desaparición del cuchillo de Gómez podría probar algo, también podría no probar nada. Era, sin embargo, mejor que resultase que el cabo tenía el suyo.

Otro cabo, Irrizábal, hombre de toda mi confianza, que había sido mi asistente mucho tiempo, fué de quien me valí para saber si Gómez tenía ó no su cuchillo.

Irrizábal estaba de guardia, de manera que no tardé en salir de mi curiosidad.

Gómez tenía su cuchillo, y en la cintura nada menos.

Quedéme perplejo al saberlo.

Voy á pasar por alto una infinidad de detalles. Sería cosa de nunca acabar.

Álvarez siguió fiscalizando los hechos, enredándose