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la más perfecta ingenuidad,—yo no he muerto ese hombre.

—Cabo—agregué, fingiendo enojo,—¿por qué me engañas? ¿á mí me mientes?

—No, mi Comandante.

—Júralo, por Dios.

—Lo juro, mi Comandante.

Esta escena pasaba lejos de todo testigo. La última contestación del cabo me dejó sin réplica y caí en meditación, apoyando mi nublada frente en la mano izquierda como pidiéndole una idea.

No se me ocurrió nada.

Le ordené al cabo que se retirara.

Hizo la venia, dió media vuelta y salió de mi presencia, sin haber cambiado el gesto que hizo cuando le dirigí mi primera pregunta.

Á pocos pasos de allí le esperaban dos custodias que le volvieron á la guardia de prevención.

Yo llamé á un ayudante y dicté una orden para que el alférez don Juan Álvarez Ríos procediese sin dilación á levantar la sumaria debida.

Álvarez era el fiscal menos aparente para descubrir ó probar lo acaecido; por eso me fijé en él. No porque fuera negado, al contrario, sino porque es uno de esos hombres de imaginación impresionable, inclinados á creer en todo lo que reviste caracteres extraordinarios ó maravillosos.

Á pesar del juramento del cabo, yo tenía mis dudas, y estaba resuelto á salvarle, aunque resultasen vehementes indicios contra él de lo que Álvarez inquiriese.

Volví, pues, á tomar nuevas averiguaciones con el doble objeto de saber la verdad y de mistificar la imaginación de Álvarez, previniendo mañosamente el ánimo de algunos.