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Cuando vino la contestación correspondiente, yo estaba convencido ya de que el asesino era el cabo Gómez.

El hombre que viendo al extranjero amenazar su tierra marcha cantando á las fronteras de su patria; que cruza ríos y montañas, que no le detienen murallas ni cañones, que todo lo sacrifica, tiempo, voluntad, afecciones, y hasta la misma vida, que si se le grita ¡arriba! se levanta, ¡adelante! marcha, ¡muere ahí! ahí muere, en el momento quizá más dulce de la existencia, cuando acaba de recibir tiernas cartas de su madre y de su prometida, que esperanzadas en la bondad inmensa de Dios, le hablan del pronto regreso al hogar, ¿ese hombre no merece que en un instante solemne de la vida se haga algo por él?

Eso hice yo. Y para que no me quedase la menor duda de que el asesino era el indicado, le hice comparecer ante mí, é interrogándole con esa autoridad paternal y despótica del jefe, me hice la ilusión de arrancarle sin dificultad el terrible secreto.

El cabo estaba aún bajo la influencia deletérea del alcohol; pero bastante fresco para contestar con precisión á todas mis preguntas.

—Gómez—le dije afectuosamente,—quiero salvarte; pero para conseguirlo necesito saber si eres tú el que ha muerto al hombre ese que estaba de visita en el rancho del alférez Guevara.

El cabo no respondió, clavándose sus ojos en los míos y haciendo un gesto de ésos que dicen—dejadme meditar y recordar.

Dile tiempo, y cuando me pareció que el recuerdo le asaltaba, proseguí:

—Vamos, hijo, díme la verdad.

—Mi Comandante—repuso con el aire y el tono de