campo de batalla, no volvieron á los pocos días á empuñar con mano vigorosa el acero vengador!
Los que mandaban cuerpos, enviaban de tiempo en tiempo oficiales de confianza á revisar los hospitales, tomar buena nota de sus enfermos ó heridos respectivos y socorrerlos en cuanto cabía.
Yo tenía frecuentes noticias de los hospitales de Itapirú y de Corrientes. Los enfermos seguían bien. Día á día esperaba algunas altas.
Pensaba en esto quizá cierta mañana, paseándome, según mi costumbre, por el parapeto de la batería, cuyos cañones tenían constantemente dirigidas sus elocuentes y fatídicas bocas al montecito de Yataytí-Corá, cuando un ayudante vino á anunciarme:
—Señor, una alta del hospital.
Su fisonomía traicionaba una sorpresa.
—¿Y quién, hombre?
—Un muerto.
—¿Cuál de ellos?
—El cabo Gómez.
Al oirle salté impaciente y alegre del parapeto á la explanada, corriendo en dirección al rancho de la Mayoría.
La noticia de la aparición del cabo Gómez ya había cundido por las cuadras.
Cuando llegué á la puerta de la Mayoría, un grupo de curiosos la obstruía.
Me abrieron paso y entré.
El cabo Gómez estaba de pie, apoyado en su fusil, y llevaba la mochila terciada. Sus vestiduras estaban destrozadas, su rostro pálido, habíase adelgazado mucho y costaba reconocerle.
Realmente, parecía un resucitado.
Le di un abrazo, y ordené en el acto que prepararan