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En la visita que se mandó pasar á los hospitales de sangre, no se halló al cabo Gómez.

Para mí no cabía duda, de que Gómez si no había muerto, había caído prisionero herido.

Los soldados decían:—No señor, el cabo Gómez ha muerto. Nosotros lo hemos visto echado boca abajo al retirarnos de la trinchera con la bandera.

Yo sentía la muerte de todos mis soldados como se siente la separación eterna de objetos queridos.

Pero, lo confieso, sobre todos los soldados que sucumbieron en esa jornada de recuerdo imperecedero, el que más echaba de menos era el cabo Gómez.

La actitud de ese hombre obscuro, tendido de barriga, herido en las dos piernas y haciendo fuego con el ardor sagrado del guerrero, estaba impresa en mí con indelebles caracteres.

Esta visión no se borrará jamás de mi memoria. Perderé el recuerdo de ella cuando los años me hayan hecho olvidar todo.

Y por hoy termino aquí; y mañana proseguiré mi cuento.

Hoy te he narrado sencillamente la muerte de un vivo, mañana te contaré la vida de un muerto.

Si lo de hoy te ha interesado, lo de mañana también te interesará.

Á los del fogón que me escucharon les sucedió así.