¡En el mundo no hay nada más bueno, más puro, más generoso que un soldado!
El tiempo siguió corriendo.
Marchamos de los campos de Tuyutí á los de Curuzú para dar el famoso asalto de Curupaití.
Llegó el memorable día, y tarde ya, mi batallón recibió orden de avanzar sobre las trincheras.
Se cumplió con lo ordenado.
Aquello era un infierno de fuego. El que no caía muerto, caía herido y el que sobrevivía á sus compañeros contaba por minutos la vida. De todas partes llovían balas. Y lo que completaba la grandeza de aquel cuadro solemne y terrible de sangre, era que estábamos como envueltos en un trueno prolongado; porque las detonaciones del cañón no cesaban.
A los cinco minutos de estar mi batallón en el fuego sus pérdidas eran ya serias: muchos muertos y heridos yacían envueltos en su sangre, intrépidamente derramada por la bandera de la patria. Recorriendo de un extremo á otro hallé al cabo Gómez, herido en una rodilla, pero haciendo fuego hincado.
-Retírese, cabo -le dije.
-No, mi comandante -me contestó-, todavía estoy bueno -y siguió cargando su fusil y yo mi camino.
Al regresar de la extrema derecha del batallón á la izquierda, volví á pasar por donde estaba Gómez.
Ya no hacía fuego hincado, sino echado de barriga, Porque acababa de recibir otro balazo en la otra pierna.
-Pero, cabo, retírese, hombre, se lo ordeno -le dije.
-Cuando usted se retire, mi comandante, me retiraré -repuso, y echando un voto, agregó: -¡paraguayos, ahora verán!