esa vehemencia propia de los corazones calientes, que así es el suyo, y por eso cuantos le tratan con intimidad le quieren.
La varonil figura de Gómez y las recomendaciones de Garmendia predispusieron desde luego mi ánimo en favor del nuevo destinado. A mi turno, pues, se lo recomendé al capitán de la compañía de granaderos, diciéndole todo lo que me había prevenido Garmendia.
El tiempo corrió...
Gómez cumplía estrictamente sus obligaciones, circunspecto y callado, con nadie se metía, a nadie incomodaba. Los oficiales le estimaban y los soldados le respetaban por su porte. De vez en cuando le buscaban para tirarle la lengua y arrancarle tal cual agudeza correntina.
En ese tiempo yo era mayor y jefe interino del batallón 12 de línea. Todos los sábados pasaba personalmente una revista general.
Me parece que lo estoy viendo a Gómez, en las filas, cuadrado a plomo, inmóvil como una estatua, serio, melancólico, con su fusil reluciente, con su correaje lustroso, con todo su equipo tan aseado que daba gusto.
Gómez no tardó en volver a ser cabo.
Habrían pasado cinco meses.
Un día paseábame yo a lo largo de la sombra que proyectaba mi alojamiento, que era una hermosa carreta.
Esto era en el célebre campamento de Tuyutí, allá por el mes de agosto.
¡En qué pensaba, cómo saberlo ahora! Pensaría en lo que amaba o en la gloria, que son los dos grandes pensamientos que dominan al soldado. Recuerdo tan sólo que en una de las vueltas que di una voz conocida me sacó de la abstracción en que estaba sumergido.