IV
A las cinco de la tarde estaba todo listo, y mi gente recibió orden de entregar sus armas, excepto el sable, que sin vaina debía ser colocado entre las caronas. Mis ayudantes y yo llevábamos revólvers y una escopeta. Por más grande que fuese mi deseo de presentarme ante los indígenas sin aparato, ni ostentación, no pude resolverme á hacerlo completamente desarmado. Podía llegar el caso de tener que perder la vida, y era menester ir preparado á venderla cara. Hay una idea á la que el hombre no se resigna sino cuando es santo, —y es á morir sacrificado con la mansedumbre de un cordero.
Entregadas las armas, hice arrimar las tropillas y las mulas; formé cuatro pelotones de la gente, dile á cada uno una tropilla, dejando otra de reserva; mandé ensillar y aparejar, y á la media hora, cuando el sol del último día de marzo se perdía radiante en el lejano horizonte, puse pie en el estribo.