Tardé más en limpiarme los dientes, que en lustrar un par de botas granaderas.
El negro explicaba como perito aquella operación.
El muy pillo había sido esclavo de no recuerdo qué estanciero del Sur de Buenos Aires, soldado del General Rivas, desertor y conocía bien los usos y costuinbres de los cristianos civilizados.
Decía que eso que yo hacía era para que nunca se me cayeran los dientes.
Los apostrofaba á los indios de ¡ ustedes son muy i bárbaros! tocaba su infernal acordeón, cantaba, bailaba al compás de él y me apuraba diciéndome de cuando en cuando: ¡Vamos, vamos, mi amo!
Al fin tuve que obedecer, y digo que obedecer, porque lo que hice no fué otra cosa.
Tenía tanta gana de tomar aguardiente como de hacerme cortar una oreja.
Salí del rancho, dejando á mis compañeros dormidos como piedras. El padre Moisés roncaba más fuerte que todos. El padre Marcos se había alojado en el rancho de Ayala.
La noche estaba fría, el día lejano aún. Las estrellas brillaban con esa luz diáfana del invierno. El campo, cubierto por la helada, parecía salpicado de piedras finas. Un gran fogón moribundo ardía en la enramada del Cacique. Apiñados unos sobre otros, lo rodeaban varios montones de indios achumados. Muchos caballos ensillados estaban con la rienda caída, inmóviles, donde los habían dejado el día antes. Mariano Rosas, con una limeta en una mano y un cuerno en la otra se tambaleaba junto con otros entre los mansos animales.
Armaban una algarabía, y entre yapai y yapai, resonaba frecuentemente el nombre del Coronel Mansilla.