Llegó por fin el día y el momento de partir. El fuerte Sarmiento estaba en revolución. Soldados y mujeres rodeaban mi casa, para darme un adiós, sans adieu!, y desearme feliz viaje. Ellas creían quizás interiormente que no volvería. El cariño, la simpatía, el respeto exageran el peligro que corren o deben correr las personas que no nos son insuficientes. Hay más miedos en la imaginación que en las cosas que deben suceder.
Cuando todos esperaban ver arrimar mis tropillas y las mulas para tomar caballos, aparejar las cargas y que me pusiera en marcha, oyóse un toque de corneta musitado á esa hora: llamada redoblada.
En el acto cundió la voz—¡los indios!
Y una agitación momentánea era visible en todos los semblantes.
Los soldados corrían con sus armas á las cuadras.
Poco tardó en oírse el toque de tropa, y poco también en estar todas las fuerzas de la guarnición formadas, el batallón 12 de línea montado en sus hermosas mulas, y el 7 de caballería de línea en buenos caballos, con el de tiro correspondiente.
Al mismo tiempo que la tropa había estado aprestándose para formar, los vivanderos recibieron orden de armarse, las mujeres de reconcentrarse al club El Progreso en la Pampa, que estaban edificando los jefes y oficiales de la guarnición, que tiene su hermoso billar y otras comodidades. á los indios se les ordenó no se movieran del rancho en que estaban alojados y á los vivanderos que sirvieran de custodia de unos y otras.
Mientras esto pasaba en el recinto del fuerte, en sus alrededores reinaba también grande animación: las caballadas, el ganado, todo, todo cua-