Me quedé pensando en las seducciones de la barbarie; y como había tiempo para enterarme de ellas y quería conocer el fin de la historia empezada, le dije :
—Y te arreglaste al fin con tus suegros y con tu mujer propia?
—Me arreglaba y me desarreglaba. Unos tiempcs andábamos mesturados; otros, yo por un lado, ellos por otro.
Por último, Regina se había puesto muy celosa; porque, no sé cómo, supo mis cosas con la Dolores.
Hasta me amenazó una vez con que me había de delatar.
Aquello era una madeja que no se podía desenredar y á más habían dado en la tandita de hablar mal de mi madre, de modo que yo los oyera. Decían que ella era mi tapadera y yo la del Juez.
Una noche casi me desgracié con mi suegro.
Si no es por Regina, le meto el alfajor hasta cabo, por mal hablado.
Era una picardía; porque mi madre, mi Coronel, era mujer de ley.
Trabajaba como un macho todo el día, y rezar era su vida.
Como sucede siempre en las familias, nos compusimos. Pero de los labios para afuera. Adentro había otra cosa.
Yo prudenciaba, porque mi madre me decía siempre tené paciencia, hijo.
—¿Y la Dolores?—le pregunté.
—Siempre la veía, mi Coronel—me contestó.
—¿Y cómo hacías?
—Ahorita le voy á contar, y verá todas las desgracias que me sucedieron.
Yo iba casi todas las noches obscuras á casa de la Dolores.