Todos los días nos peleábamos, parecíamos perros y gatos.
Y en todas las riñas que teníamos se metía mi suegro, algunas veces mi suegra, siempre dándole la razón á la hija.
Cuando la sacaba mejor tenía que salirme de la casa, dejando que me gritasen pícaro, calavera, pobretón.
Me daba rabia y no volvía en muchos días, me lo llevaba comadreando por ahí, y era peor.
Así es el mundo.
De yapa cuando volvía, como la Regina estaba mal acostumbrada, porque los padres la aconsejaban, no quería ser mi mujer.
Me daba rabia y poco á poco le iba perdiendo el cariño.
Es verdad que como la Dolores me recibía siempre de noche, á escondidas de sus padres, que viéndome casado nada sospechaban de nuestros amores, ya no tenía mucha necesidad de ella.
Al hombre nunca le falta mujer, mi Coronel, como usted no ignora.
Ya ve aquí; tiene uno cuantas quiere.
Lo que suele faltar es plata.
En habiendo, compra uno todas las que puede mantener. Mariano Rosas tiene cinco ahora, y antes ha tenido siete. Calfucurá tiene veinte. ¡Qué indio bárbaro!
—¿Y tú, cuántas tienes?
—Yo no tengo ninguna, porque no hay necesidad.
—¿Cómo es eso?
—Sí; aquí la mujer soltera hace lo que quiere.
Ya verá lo que le dice Mariano de las chinas y cautivas, de sus mismas hijas. ¿Y por qué cree entonces que á los cristianos les gusta tanto esta tierra? Por algo había de ser, pues.
UNA EXCURSIÓN 18.—TOMO I