que corre tortuoso costeándolo el camino, la veíamos retratarse radiante en el espejo móvil de ese río, que nace en las cumbres de la sierra de la Carolina, y que, corriendo en una curva de poniente á naciente, fecunda, con sus aguas, ricas como las del 2.° de Córdoba, los grandes potreros de la villa de Mercedes, hasta perderse en las impasibles cañadas de la Amarga.
Llegábamos al paso del Lechuzo, famoso por ser uno de los más frecuentados por los indios en la época tristemente memorable de sus depredaciones.
Hay allí un montoncito de árboles, corpulentos y tupidos, que tendrá como una media milla de ancho y que de noche el fantástico caminante se apresura á cruzar por un instinto racional que nos inclina á acortar el peligro.
El paso del Lechuzo, con su nombre de mal agüero, es una excelente emboscada y cuentan sobre él las más extrañas historias de fechorías hechas allí por los indios.
Lo cruzamos al trote, azotando las ramas caballos y jinetes; al salir de la espesura, piqué el mío con las espuelas, y diciéndole á fray Marcos -Oiga, padre-, me puse al galope seguido por el buen franciscano, que no tenía entonces, como no tiene ahora, para mí más defecto que haberme maltratado un excelente caballo moro que le presté.
El ayudante y los tres soldados que me acompañaban quedáronse un poco atrás y nada pudieron oír de nuestra conversación.
El padre tenía su imaginación llena de las ideas de los gauchos que han solido ir á los indios por su gusto o vivir cautivos entre ellos.
Consideraba mi empresa la más arriesgada, no tanto por el peligro de la vida, sino por la fe pública de los indígenas. Me hizo sobre el particular las más be-