lias despavoridas á largas distancias de los lugares infestados.
El padre, el hijo, la madre, las personas más queridas son abandonadas á su triste suerte, sin hacer más en favor de ellas que ponerles alrededor del lecho agua y alimentos para muchos días.
Los pobres salvajes ven en la viruela un azote del cielo, que Dios les manda por sus pecados.
He visto numerosos casos y son rarísimos los que se han salvado, á pesar de los esfuerzos de un excelente facultativo, el Dr. Michaut, cirujano de mi División.
Linconao fué asistido en mi casa, cuidándolo una enfermera muy paciente y cariñosa, interesándose todos en su salvación, que felizmente conseguimos.
El Cacique Ramón me ha manifestado el más ardiente agradecimiento por los cuidados tributados á su hermano, y éste dice que después de Dios, su padre soy yo, porque á mí me debe la vida.
Todas estas circunstancias, pues, agregadas á las consideraciones mentadas en mi carta anterior, me empujaban al desierto.
Cuando resolví mi expedición, guardé el mayor sigilo sobre ella.
Todos vieron los preparativos, todos hacían conjeturas, nadie acertó.
Sólo un fraile amigo conocía mi secreto.
Y esta vez no sucedió lo que debiera haber sucedido á ser cierto el dicho del moralista: Lo que uno no quiere que se sepa no debe decirse.
Es que la humanidad, por más que digan, tiene muchas buenas cualidades, entre ellas, la reserva y la lealtad.
Supongo que serás de mi opinión, y con esto me despido hasta mañana.