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Linconao y otros indios yacían en sus tiendas revolcándose en el suelo con la desesperación de la fiebre,—sus compañeros permanecían á la distancia, en un grupo sin ser osados á acercarse á los virolentos y mucho menos á tocarles.

Detrás de mí iba una carretilla exprofeso.

Acerquéme primero á Linconao y después á los otros enfermos; habléles á todos animándolos, llamé algunos de sus compañeros para que me ayudaran á subirlos al carro; pero ninguno de ellos obedeció, y tuve que hacerlo yo mismo con el soldado que lo tiraba.

Linconao estaba desnudo y su cuerpo invadido de la peste con una virulencia horrible.

Confieso que al tocarle sentí un estremecimiento semejante al que conmueve la frágil y cobarde naturaleza, cuando acometemos un peligro cualquiera.

Aquella piel granulenta al ponerse en contacto con mis manos, me hizo el efecto de una lima envenenada.

Pero el primer paso estaba dado y no era noble, ni digno, ni humano, ni cristiano, retroceder, y Linconao fué alzado á la carretilla por mí, rozando su cuerpo mi cara.

Aquél fué un verdadero triunfo de la civilización sobre la barbarie; del cristianismo sobre la idolatría.

Los indios quedaron profundamente impresionados; se hicieron lenguas alabando mi audacia y llamáronme su padre.

Ellos tienen un verdadero terror pánico á la viruela, que sea por circunstancias cutáneas ó por la clase de su sangre, los ataca con furia mortífera.

Cuando en Tierra Adentro aparece la viruela, los toldos se mudan de un lado á otro, huyendo las fami-