— 212 Que cómo estaba yo y todos mis jefes, oficiales y soldados (4.a razón).
A estas cuatro razones, yo contesté con otras cuatro.
Pero como el orador de Mariano hizo las suyas sesenta razones, el mío hizo lo mismo con las mías.
Después que estos interesantes saludos pasaron, tuve que dar la mano á todos. Eran unos ochenta; entre ellos habían muchos cristianos.
A cada apretón de manos, á cada abrazo, me aturdían los oídos con hurras y vítores.
Con los abrazos y los apretones de mano cesaron los alaridos.
Mezcláronse los indios que habían venido con los de Caniupán, y formando un solo grupo y marchando todos en orden, proseguimos nuestro camino, avistando á poco andar otros polvos.
—Ese, otro comisión—me dijo Caniupán, señalándomelos.
—Me alegro mucho—le contesté, diciendo interiormente:—á este paso no llegaremos en todo el día á Leubucó.
Subíamos á la falda de un medanito, y Mora me dijo:
—Allí es Leubucó.
Miré en la dirección que me indicaba, y distinguí confusamente á la orilla de un bosque los aduares del cacique general de las tribus ranquelinas, las tolderías de Mariano Rosas.
Los polvos se acercaban velozmente. Llegó un indio; habló con Caniupán y éste destacó otro. Después llegaron tres y Caniupán destacó igual número. En seguida llegaron seis y Caniupán destacó seis también.
Así recibiendo y despachando mensajes y mensajeros, ganábamos terreno rápidamente, de modo que no