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espalda y al frente, y en efecto, los que habían velado nuestro sueño estaban todavía por ahí.

Calentó el sol y empezaron á llegar visitantes y á incomodarnos con pedidos de todo género, tanto que tuve que enfadarme cariñosamente con mis ayudantes Rodríguez y Ozarowski, porque al paso que iban, pronto se quedarían en calzoncillos.

—Bueno es dar—les dije,—mas es conveniente que estos bárbaros no vayan á imaginarse que les damos miedo.

Estaba haciéndoles estas prudentes observaciones sobre la regla de conducta que debían observar, y como un indio me pidiera el pañuelo de seda que tenía al cuello, aproveché la ocasión para despedirlo con cajas destempladas.

Gruñó como un perro, refunfuñó perceptiblemente una desvergüenza, añadiendo: cristiano malo, y se fué.

Al rato vino con cinco más, un nuevo mensajero de Mariano Rosas.

Le recibí con mala cara.

—Manda decir el general que cómo está—me preguntó.

—Tirado en el campo, dígale—le contesté.

—Manda decir el general, que cómo le va—añadió.

—Dígale—repuse,—que busque una bruja de las que viven en estas aguas que le conteste cómo le irá al que no teniendo qué comer se está comiendo las mulas que necesita para volverse á su tierra.

—Manda decir el general—continuó, si se le sitere algo.

—Dígale al general—contesté, echando un voto tremendo, que es un bárbaro, que está desconfiando de un hombre de bien que se le entrega desarmado, y que