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de ver con mis propios ojos ese mundo, que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, é inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que están bajo mis órdenes—he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, á penetrar hasta sus tolderías, y á comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevo de avestruz.

Nuestro inolvidable amigo Emilio Quevedo, solía decirme cuando vivíamos juntos en el Paraguay, vistiendo el ligero traje de los criollos é imitándolos en cuanto nos lo permitían nuestra sencillez y facultades imitativas:—¡Lucio, después de París, la Asunción! Yo digo:—Santiago, después de una tortilla de huevos de gallina frescos, en el Club del Progreso, una de avestruz en el toldo de mi compadre el cacique Baigorrita.

Digan lo que quieran, si la felicidad existe, si la podemos concretar y definir, ella está en los extremos. Yo comprendo las satisfacciones del rico y las del pobre; las satisfacciones del amor y las del odio; las satisfacciones de la obscuridad y las de la gloria. Pero ¿quién comprende las satisfacciones de los términos medios; las satisfacciones de la indiferencia; las satisfacciones de ser cualquier cosa?

Yo comprendo que haya quien diga:—Me gustaría ser Leonardo Pereira, potentado del dinero.

Pero que haya quien diga, me gustaría ser el almacenero de enfrente, don Juan ó don Pedro, un nombre de pila cualquiera, sin apellido notorio,—eso no.

Yo comprendo que haya quien diga:—Yo quisiera ser limpiabotas ó vendedor de billetes de lotería.