qués en París y como un guaraní en el Paraguay; de haber comido mazamorra en el Río de la Plata, charquican en Chile, ostras en Nueva York, macarroni en Nápoles, trufas en el Perigord, chipá en la Asunción—recuerdo que una de las grandes aspiraciones de tu vida era comer una tortilla de huevos de aquella ave pampeana en Nagüel Mapo, que quiere decir «Lugar del Tigre».
Los gustos se simplifican con el tiempo, y un curioso fenómeno social se viene cumpliendo desde que el mundo es mundo. El macrocosmo, ó sea el hombre colectivo, vive inventando placeres, manjares, necesidades, y el microcosmo, ó sea el hombre individual, pugnando por emanciparse de las tiranías de la moda y de la civilización.
Á los veinticinco años, somos víctimas de un sinnúmero de superfluidades. No tener guantes blancos, frescos como una lechuga, es una gran contrariedad, y puede ser causa de que el mancebo más cumplido pierda casamiento. ¡Cuántos dejaron de comer muchas veces, y sacrificaron su estómago en aras del buen tono!
Á los cuarenta años, cuando el cierzo y el hielo del invierno de la vida han comenzado á marchitar la tez y á blanquear los cabellos, las necesidades crecen, y por un bote de cold cream, ó por un paquete de cosmético, ¿qué no se hace?
Más tarde, todo es lo mismo; con guantes ó sin guantes, con retoques ó sin ellos «la mona, aunque se vista de seda, mona se queda.»
Lo más sencillo, lo más simple, lo más inocente es lo mejor; nada de picantes, nada de trufas. El puchero es lo único que no hace daño, que no se indigesta, que no irrita.
En otro orden de ideas, también se verifica el fenó-