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los dedos y la boca con una tira de asado revolcado en la ceniza, dijo:

—Y así no más es, pues. Yo entré una vez en una revolución con don Olazábal. Después que las bullas pasaron á él lo hicieron Juez en el Río 4.°, y á mí me echaron de veterano en el 7 de caballería de línea.

¡Eh! como á él no le faltaban macuquinos, la sacó bien.

—Tú eres un entrometido y un bárbaro—le dije.

—Así será, mi Coronel; pero yo creo que tengo razón,—repuso.

—¿Qué sabes tú, hombre?

—Mi Coronel, si los pobres son como los caballos patrios, todo el mundo les da.

La contestación, ó mejor dicho la comparación, les pareció muy buena á los circunstantes y todos la festejaron.

Efectivamente no hay nada comparable á la desgraciada condición de lo que en nuestro lenguaje argentino se llama un caballo patrio.

Empecemos porque le falta una oreja, lo que, desfigurándole, le da el mismo antipático aspecto que tendría cualquier conocido sin narices. Está siempre flaco, y si no está flaco, tiene una matadura en la cruz ó en el lomo; es manco ó bicocho; es rengo ó lunanco; es rabón ó tiene una porra enorme en la cola; está mal tusado, y si tiene la crin larga hay en ella un abrojal; cuando no es tuerto tiene una nube; no tiene buen trote ni buen galope, ni tranco, ni sobrepaso. Y sin embargo, todo el que le encuentra le monta. Y no hay ejemplo de que un patrio haya podido decir al morir:

á mí no me sobaron jamás. Todo el que alguna vez lo montó le dió duro hasta postrarlo. ¡Ah! si los patrios que á millares yacen sepultados por los campos formando sus osamentas una especie de fauna postdilu-