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Me senté á descansar en un diván que con caronas y ponchos me improvisaron los soldados.

Dormitaba, cuando oí un tropel de caballos y una voz de indio que con acento de embriaguez preguntaba:

—¿Dónde está ese coronel Mansilla?

Hablaba con los que estaban detrás de la cocina.

—Ahí—le contestaron.

Un jinete indio se me presentó, pisándome casi con las patas del caballo.

Le reconocí en el acto: era Caiomuta, y viendo que estaba ebrio le miré con afectado desprecio y no le dije nada.

—Vos, coronel Mansilla—gritó el bárbaro, clavándole ferozmente las espuelas al caballo, rayándolo y levantando una nube de polvo que me envolvió.

Creí que iba á atropellarme.

Callé, me puse en pie y en ademán de defenderme.

—Vos, coronel Mansilla—volvió á gritarme.

—Sí—le contesté secamente.

—¡Ahhhh!—hizo.

Permanecí en silencio, y como se retirara unos cuantos pasos, avancé sobre él, cubriendo mi frente con el fogón que presentaba el obstáculo de unos grandes montones de leña.

— Vos amigo indio?—me dijo.

—Sí—le contesté, y avancé para darle la mano.

Me rechazó, diciendo:

—Yo dando mano, amigo no más.

—Yo soy tu amigo.

—¿Por qué entonces midiendo tierra, gualicho redondo?

Gualicho redondo era mi aguja de marear óptica, de la que me había servido infinidad de veces, en la travesía del Río 5.° á Leubucó.

UNA EXCURSIÓN 6.—TOMO II