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No contestó; no podía oirme. Lo calculaba.

Entonces, fingiendo un enojo terrible, me incorporé súbito y grité con todas mis fuerzas :

—¡Rufino! ¡ Rufino!

Rufino contestó de lejos:

—Voy, señor; y entró volando en el toldo.

—¿Por qué no venías?

—No había oído.

Le apostrofé.

Mi compadre fumaba tranquilamente su pipa, r::deado de sus tres hijos menores dormidos.

Me miró como diciendo para sus adentros: Este hombre, es un hombre.

Mis contrastes le seducían. La dulzura, la aspereza, la calma y la irascibilidad hablan muy alto á la imaginación de un salvaje.

—Tráeme mi navaja de barba—le dije á Rufino.

Salió.

—Compadre—continué, dirigiéndome á mi huésped, —le voy á hacer un regalo; veo que usted se afeita.

No contestó, porque no entendía. Los lenguaraces se habían retirado. Llamó á Juan de Dios San Martín.

Entró éste y junto con él Rufino, trayendo la navaja y el asentador, que tenía cuatro faces, una con piedra.

Tomélo, y haciéndole ver á mi compadre cómo se asentaba la navaja, le di ambas cosas.

Las tomó, y viendo primero si se adaptaban al bolsillo de su tirador, las colocó en seguida en. él.

Salí del toldo. Me mudé la ropa, después que Carmen me ayudó á eliminar los intrusos que se habían guarecido en mis cabellos; di un paseo porque tenía necesidad de respirar el aire libre y puro del campo, haciendo fuego con el revólver sobre algunos caranchos y teruteros; y al rato volví al fogón para acabar de disipar con café los efectos del aguardiente.