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Los indios avanzaron cautelosamente soslayando los caballos.

Camilo Arias con ese instinto admirable que tenía dijo:

—Están con miedo.

—Háblales otra vez—le dije á Mora.

Obedeció éste, habló nuevamente, y los indios se acercaron al tronco con las lanzas enristradas, haciendo alto á unos veinte metros.

—¿Con permiso de quién pasando?—dijeron.

—i Con permiso de quién andando por acá ?—les contesté.

—¿Ese quién siendo ?—repusieron.

—Coronel Mansilla, peñi—agregué.

Y esto oyendo los indios recogieron sus lanzas y se acercaron á nosotros confiadamente.

Nos saludamos, nos dimos las manos, conversamos un rato, les devolvimos los cinco caballos que les acabábamos de robar, pues eran de ellos, les dimos algunos tragos de anís, toda la hierba, azúcar y cigarros que pudimos; mi ayudante Demetrio Rodríguez les dió su poncho viendo que uno de ellos estaba casi desnudo y por último nos dijimos adiós, separándonos como los mejores amigos del mundo.

—¿Qué indios son éstos?—le pregunté á Mora.

—Son indios de la Jarilla—me contestó.

—¿Y ese que no hablaba, que estaba bien vestido y se tapaba la cara, quién sería?

—Ese es Ancañao.

Ancañao era un indio gaucho que estando yo en Buenos Aires, había hecho una correría muy atrevida por mi frontera, llegando hasta la laguna del Tala de los Puntanos, donde tomó é hirió malamente á un cabo del Regimiento 7.º de caballería, que lleva comunicaciones para el Río 4.°