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do desde la caída del imperio romano, las haya conmovido, y, que, por eso mismo, hacen al soldado tanto más grande, cuanto mayor es la servidumbre que le oprime !

Al recibir aquéllos la orden de formar dos grupos, de los cuales el más numeroso seguiría por el camino conocido del Cuero, el más pequeño, encabezado por mí, tomaría el desconocido de la laguna del Bagual, algo como un tinte de tristeza vagó por sus fisonomías.

Nadie replicó, todos corrieron á disponer lo referente á la marcha nocturna. Pero yo comprendí que más de un corazón sentía vivamente separarse de mí, no sólo por esa simpatía secreta, que como vínculo une á los hombres, sea cual sea su posición respectiva, sino por ese amor á lo desconocido y esa inclinación genial al combate y á la lucha, propia de las criaturas varoniles, que hace apetecible la vida, cuando ella no se consume monótonamente en la molicie y los placeres.

Cumplidas mis órdenes y escritas las instrucciones correspondientes en una hoja del libro de memorias del mayor Lemlenyi, se formaron los dos grupos determinados.

Me despedí de éste, de los franciscanos, de Ozarowzki, de todos en fin; repetí, como lo hubiera hecho un viejo regañón y fastidioso, varias veces la misma cosa, monté á caballo y eché á andar seguido de los cuatro compañeros que componían mi grupo.

El de Lemlenyi me precedía.

Los caballos que montábamos estaban frescos, de modo que trepamos sin dificultad á la cresta del médano, por la gran rastrillada del Norte.

Una vez allí, volvimos á decirnos adiós.

Lemlenyi y los suyos tomaron el ramal de la derecha, yo tomé el de la izquierda, que seguía el rumbo del Poniente, y gritando todavía una vez más :—¡ cui-