Eso no basta.
Ramón contestó:
—Es que son maulas estos míos. Usted podía regalarme el suyo para que encastara aquí.
¿Qué le había de decir?
—Está bueno, hermano—le contesté,—tómelo; pero hágalo atar ahora mismo, porque de lo contrario no ha de parar en el toldo, se ha de ir conmigo.
Ramón llamó, y al punto se presentaron tres cautivos.
Hablóles en su lengua; quisieron ponerle un dogal al cuello con un lazo que por allí estaba, mas fué en vano.
Brasil mostraba sus aguzados y blancos colmillos, gruñía, se encrespaba, encogiendo nerviosamente la cola y los tímidos cautivos no se atrevían á violentarlo.
Me parecía que los desgraciados comprendían mejor que yo la libertad, y que no era por cobardía sino por un sentimiento de amor confuso y vago que respetaban al orgulloso mastín.
Tuve yo mismo que ser el verdugo de mi fiel compañero.
Brasil me miró cuando me levanté á tomar el lazo, echóse patas arriba mostrándome el pecho como diciéndome: mátame si quieres.
Al atarle la soga en pescuezo me miré en la niña de sus ojos, que parecían cristalizados.
Y me vi horrible, y á no ser la palabra empeñada, me habría creído infame.
Brasil se dejó atar humildemente á un palo.
Intentó ladrar y le hice callar con una mirada severa y un ademán de silencio.
Al abandonar el toldo de Ramón entré en él á despedirme de su familia.
El movimiento que reinaba, dijo claramente al ins-