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No sé si lo he dicho, que Brasil, á más de ser muy guapo, era un can gordo y macizo, de reluciente pelo color oro muy amarillo.

Pero sí recuerdo haber dicho estando allá por las tierras de mi compadre Baigorrita, que los perros de los indios pasan verdaderamente una vida de perros.

Siempre hambrientos, se les ven las costillas, tal es su flacura; parece que no tuvieran carne ni sangre; diríase al verlos, que son habitantes fósiles de las remotas épocas antidiluvianas, en que sólo vivían disecados por una temperatura plutoniana los enroscados ammonitas y los alados y cartilaginosos pterodátilos de largo pescuezo y magna cabeza.

Ramón enamoróse de la magnificencia de Brasil, cuya gordura contrastaba con la estiptiquez de sus peiros, lo mismo que un prisionero paraguayo con un morrudo soldado riograndés.

—¡Qué perro tan gordo, hermano—me dijo,—y qué lindo! y los míos ¡ qué flacos!

—No les dará de comer, hermano—le contesté.

—¡Pues no !

—¿Y qué les da de comer?

—Lo que sobra.

Lo que sobra, dije yo para mis adentros. Y sabiendo que los indios se comen hasta la sangre humeante de la res, pensé: Yo no quisiera estar en el pellejo de estos perros, recordando que alguna vez había tenido envidia de ciertos perritos de larga lana y lúbricos ojos, que algunas damas de copeto y otras que no lo son, adoran con locura, durmier lo hasta con ellos, tal es el progreso humanitario del siglo XIX , progreso que si sigue puede hacer que el año 2000 un perro se llame Monsieur Bijou, Mister Pinch ó el señor don Barcino.

Y dirigiéndome á mi interlocutor, repuse: