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—¿Y cuántas leguas hay?

—Así como dos.

—¿Y cómo es eso; si está tan cerca, cómo he de tardar más andando más ligero?

—¡Oh!—contestó el paisano, echándole una mirada de compasión al caballo de su interlocutor; es que si lo sigue apurando al mancarrón, ahorita no más se le va á aplastar.

Lo cual, oído por el viajero, hizo que recogiendo la rienda se pusiera al trote.

La aplicación de mis máximas, viajando en todas estaciones, de día y de noche, con buen y mal tiempo, por las vastas soledades del desierto, me ha dado siempre el mejor resultado.

He llegado adonde me proponía el día anunciado de antemano, sin dejar caballos cansados en el camino y sin fatigar física ni moralmente á los que me acompañaban.

Mi regla era inalterable.

Partía al trote, galopaba un cuarto de hora, sujetaba, seguía al tranco cincc minutos, trotaba en seguida otros cinco, galopaba luego otro cuarto de hora, y por último hacía alto, echaba pie á tierra descansando cinco minutos y dejaba descansar los caballos prosiguiendo después la marcha con la misma inflexible regularidad, toda vez que el terreno lo permitía.

Los maturrangos que me seguían se quejaban de que cambiara tanto el aire de la marcha y de las continuas paradas, primero, por falta de reflexión; segundo, porque á ellos una vez que el cuerpo se les calienta, lo que menos les incomoda es el galope. Pero los caballos, más jueces en la materia que los que los montan, estoy cierto que en su interior decían, cada