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ron y nos dieron la mano, regalándoles sortijas de plata á algunos de los que me acompañaban.

En seguida marché, me acompañaban Ramón y cincuenta de los suyos al son de cornetas.

Ramón montaba un caballo bayo domado por él.

Parecía un animal vigoroso.

—Yo no soy aragán, amigo—me dijo.—Yo mismo domo mis caballos, me gusta más el modo de los indios que el de los cristianos.

—¿Y qué, doman de otro modo ustedes ?—le pregunté.

—Sí—me contestó.

—¿Cómo hacen ?

—Nosotros no maltratamos el animal; lo atamos á un palo; tratamos de que pierda el miedo; no le damos de comer si no deja que se le acerquen; lo palmeamos de á pie; lo ensillamos y no lo montamos, hasta que se acostumbra al recado, hasta que no siente ya cosquillas; después lo enfrenamos, por eso nuestros caballos son tan briosos y tan mansos.

Los cristianos les enseñan más cosas, á trotar más lindo; nosotros los amansanios mejor.

—Hasta en esto—dije para mis adentros,—los bárbaros pueden darles lecciones de humanidad á los que les desprecian.

Ramón me había acompañado como una legua.

—Hasta aquí no más—le dije, haciendo alto.

—Como guste—me contestó.

Nos dimos la mano, nos abrazamos y nos separamos.

Su comitiva me saludó con un ¡ hurrah!

—¡Adiós! ¡ adiós !—gritaron varios á una.

—¡Adiós! ¡ adiós! ¡ amigo!—gritaron otros.

Y ellos partieron para el Sur, y nosotros para el