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soldadura. ¡ Loado sea Dios!—volví á exclamar,—que así castiga sin palo ni piedra.

Tanto que declamamos sobre nuestra sabiduría, tanto que leemos y estudiamos.

¿Y para qué?

Para despreciar á un pobre indio, llamándole bárbaro, salvaje; para pedir su exterminio, porque su sangre, su raza, sus instintos, sus aptitudes no son susceptibles de asimilarse con nuestra civilización empírica, que se dice humanitaria, recta y justiciera, aunque hace morir á hierro al que á hierro mata, y se ensangrienta por cuestión de amor propio, de avaricia, de engrandecimiento, de orgullo, que para todo nos presenta en nombre del derecho el filo de una espada, en una palabra, que mantiene la pena del talión, porque si yo mato me matan; que en definitiva, lo que más respeta, es la fuerza, desde que cualquier Breno de las batallas ó del dinero es capaz de hacer inclinar de su lado la balanza de la justicia.

¡Ah! mientras tanto, el bárbaro, el salvaje, el indio ese, que rechazamos y despreciamos, como si todos no derivásemos de un tronco común, como si la planta hombre no fuese única en su especie, el día menos pensado nos prueba que somos muy altaneros, que vivimos en la ignorancia, de una vanidad descomunal, irritante, que ha penetrado en la obscuridad nebulosa de los cielos con el telescopio, que ha suprimido las distancias por medio de la electricidad y del vapor, que volará mañana, quizá, convenido; pero que no destruirá jamás, hasta aniquilarla, una simple partícula de la materia, ni arrancará al hombre los secretos recónditos del corazón.

Todo estaba pronto para la marcha.

Me despedí de la familia de Ramón, cuyas hijas, apartándose de la costumbre de la tierra, nos abraza-