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—Sus hijos...

—Ramón me deja salir á mí; porque realmente no es mal hombre, á mí al menos me ha tratado bien, después que fuí madre. Pero mis hijos, mis hijos no quiere que los lleve.

No me resolví á decirle: Déjelos usted, son el fruto de la violencia.

¡ Eran sus hijos !

Ella prosiguió:

—Además, señor, ¿qué vida sería la mía entre los cristianos después de tantos años que falto de mi pueblo? Yo era joven y buena moza cuando me cautivaron. Y ahora ya ve, estoy vieja. Parezco cristiana, porque Ramón me permite vestirme como ellas, perɔ vivo como india; francamente; me parece que soy más india que cristiana, aunque creo en Dios, como que todos los días le encomiendo mis hijos y mi familia.

— A pesar de estar usted cautiva cree en Dios?

—¿ Y él qué culpa tiene de que me agarraran los indios? la culpa la tendrán los cristianos que no saben cuidar sus mujeres ni sus hijos.

No contesté; tan alta filosofía en boca de aquella mujer, la concubina jubilada de aquel bárbaro, me humilló más que el soliloquio á propósito del fuelle.

Una mujer joven y hermosa, demacrada, sucia y andrajosa se presentó diciendo con tonada cordobesa :

—¿ Usted será, mi señor, el coronel Mansilla ?

—Yo soy, hija, ¿qué quiere usted ?

—Vengo á pedirle que me haga el favor de hacer que los padrecitos me den á besar el cordón de Nuestro Padre San Francisco.

—¡Pues no! con mucho gusto, y esto diciendo llamé á los santos varones.

Vinieron.

Al verlos entrar, la desdichada Petrona Jofré se