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Una de sus mujeres, en la que tiene tres hijos, es nada menos que doña Fermina Zárate, de la Villa de la Carlota.

La cautivaron siendo joven, tendría veinte años; ahora ya es vieja.

¡Allí estaba la pobre!

Delante de ella, Ramón me dijo:

—La señora es muy buena, me ha acompañado muchos años, yo le estoy muy agradecido, por eso le he dicho ya que puede salir cuando quiera volverse á su tierra, donde está su familia.

Doña Fermina le miró con una expresi in indefinible, con una mezcla de cariño y de horror, de un modo que sólo una mujer observadora y penetrante habría podido comprender, y contestó:

—Señor, Ramón es un buen hombre. ¡Ojalá todos fueran como él! Menos sufrirían las cautivas. Yo, ¡ para qué me he de quejar! Dios sabra lo que ha hecho.

Y esto diciendo se echó á llorar, sin recatarse.

Ramón dijo:

—Es muy buena la señora,— —se levantó, salió, y me dejó solo con ella.

Doña Fermina Zárate no tiene nada de noiable en su fisonomía; es un tipo de mujer como hay muchas, aunque su frente y sus ojos revelan cierta conformidad paciente con los decretos providenciales.

Está menos vieja de lo que ella se cree.

—¡Y por qué no se viene usted conmigo señora ?—la dije.

—¡Ah! señor—me contestó con amargura—y qué voy á hacer yo entre los cristianos?

—Para reunirse á su familia. Yo la conozco, está en la Carlota, todos se acuerdan de usted con gran cariño y la lloran mucho.

—Y mis hijos, señor?