¡Ah! es que eres un pobre diablo, un fatuo del siglo XIX , un erudito á la violeta, un insensato que no quieres confesar tu falta de ingenio.
— Yo?...
—Sí, tú, has entrado en el miserable toldo de un indio á quien un millón de veces has calificado de bárbaro, cuyo exterminio has preconizado en todos los tr nos, en nombre de tu decantada y clemente civilización, te ves derrotado y no quieres confesar tu ign —rancia.
— Mi ignorancia ?
—Tu ignorancia, sí.
—¿Quieres acaso que me humille ?
—Sí, humíllate y aprende una vez más que el mundo no se estudia en los libros.
Incliné la frente, me acerqué á la fragua, cogí el manubrio de ambos fuelles, los que estaban colocados en la misma línea horizontal, tiré, aflojé y se levantó una nube de ceniza.
Eran feos; pero surtían el efecto necesario, despidiendo una corriente de aire bastante fuerte para inflamar el carbón encendido.
Todo era obra del mismo Ramón; invento exclusivo suyo.
Con una panza seca de vaca y sobada había hech) una manga de una vara de largo y un pie de diámetro; con tientos la había plegado, formándole tres grandes buches con comunicación; en un extremo había colocado la mitad del cañón de una carabina y en el otro un tarugo de palo labrado con el cuchillo; el cañón estaba embutido en la fragua y sujeto con ataduras á un piquete. Naturalmente, tirando y apretando aquel aparato hasta aplastar los buches, el aire entraba salía produciendo el mismo efecto que cualquier otro fuelle.
Pensaba el tiempo que habría empleado yo con to-