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Cambiamos de rumbo y seguimos la marcha en la dirección indicada, y á poco andar, caímos á un campo bajo, húmedo y guadaloso.

—Aquí debe ser la cañada—dijo Camilo,—ya debemos estar cerca.

Entre los extraviados iba un perro mío llamado Brasil, que después de haber hecho la campaña del Paraguay en el Batallón 12 de línea, me acompañaba valientemente en aquella excursión.

Brasil era un sabueso criollo inteligentísimo, mezcla de galgo y de podenco de presa, fuerte, guapo, ligero, listo, gran cazador de peludos y mulitas, de gamos y avestruces, y enemigo declarado de los zorros, únicos con quienes no siempre salía bien.

Todos lo querían; le acariciaban y le cuidaban.

Los soldados conocían sus ladridos lo mismo que mi voz.

Cruzábamos la cañada cuando se oyeron unos ecos perrunos.

—¡Ese es Brasil!—dijeron varios á la vez.

—Ahí ha de estar el capitán Rivadavia—dijo Camilo Arias.

Con efecto, guiados por los ladridos de Brasil, no tardamos en reunirnos á él.

Faltaban, sin embargo, algunos.

El capitán Rivadavía, con los que le seguían, después de haber buscado inútilmente su incorporación á mí, resolvió esperar allí y hacía un buen rato que me esperaba.

Seguimos la marcha, y al entrar en unos vizcacherales, Camilo Arias me observó que debíamos estar muy cerca de algún toldo.

Las vizcachas auguran siempre una población cercana.