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hallé con una hondonada profunda, de cuyo fondo manaba puro y cristalino un espejo de agua. Las tropillas bebían reflejándose en él y la luna, desde un cielo limpio y azul, iluminaba el agreste y poético paisaje.

Seguimos andando, subimos y bajamos.

De repente, a pesar de las precauciones tomadas, Camilo Arias me dijo:

—Señor, estamos perdidos.

—¡ Alto! ¡ alto !—grité, y contestándole á Camilo.

—Busca la senda, pues.

Echamos pie á tierra y esperamos.

Un momento después volvió el ecuestre piloto diciendo:

—Por allí va.

Marchamos.

La noche se iba toldando; parecía querer llover al entrarse la luna.

Caímos á un bañado salitroso, y siendo tantes los rastros que lo cruzaban y los arbustos espinosos de que estaba cubierto, las tropillas se desparramaron.

Era una confusión, de todos lados sonaban cencerros y se oían los silbidos de los tropilleros repuntando los caballos menos amadrinados.

Nosotros mismos tuvimos que diseminarnos; las sendas eran muy tortuosas y los caballos no se seguían.

El salitral blanqueaba como la mansa superficie de un lago helado; crujía estrepitosamente bajo los cascos de los cien caballos que lo cruzaban, hundiéndose aquí en el guadal, empinándose allí en las carquejias que tanto abundan en las pampas, espantándose de repente de los fuegos fatuos que como una fosforescencia errante corrían acá y allá.

La noche se encapotaba; la luna declinaba con sombría majestad por entre anchas fajas jaspeadas y las UNA EXCURSIÓN 18.—TOMO II