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Si su poder es tan grande, ¿por qué lo que más amamos ha de ser, como esas flores venenosas de ricos matices, susceptibles de fascinarnos con su mirada y de intoxicarnos con su aliento maldito?

¡Qué! ¡ no bastaba que hubiera hombres malos?

¡Para completar el infierno de este mundo, había acaso necesidad de que las mujeres fueran demonios?

Yo habría hecho iguales á todas las mujeres.

¡Las rosas no exhalan todas el mismo suavísimo perfume?

Las cosas bellas, deberían serlo en todo y por todo.

Soliloqueando así iba yo, cuando un murmullo humano, parecido á un gruñido de perros, llamó mi atención.

Me detuve, estaba á dos pasos del toldo de Villarreal; puse el oído, oí hablar confusamente en araucano; miré en esa dirección y vi el espectáculo más repugnante.

Un candil de grasa de potro, hecho en un hoyo, ardía en el suelo; un tufo rojizo era toda la luz que despedía.

Bajo la enramada del toldo, la chusma viciosa y corrompida saboreaba, con irritante desenfreno, los restos aguardentosos de una saturnal que había empezado al amanecer.

Hombres y mujeres, jóvenes y viejas, todos estaban mezclados y revueltos unos con otros; desgreñados los cerdudos cabellos, rotas las sucias camisas, sueltos los grasientos pilquenes; medio vestidos los unos, desnudos los otros; sin pudor las hembras, sin vergüenza los machos; echando blanca babasa éstos, vomitando aquéllas; sucias y pintadas las caras, chispeantes de lubricidad los ojos de los que aun no habían perdido el conocimiento, lánguida la mirada